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ESPACIOS
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Demonio sobre ruedas

Una recta negra infinita pintada sobre la arena.
El Ford Mustang Dark Horse que han alquilado Isabel y Marina acaba con la calma del solitario lugar.
Avanzan y avanzan hasta que el calor del desierto convierte el coche en un borrón en el horizonte.
Así es como me gustaría que alguien narrase esto que estamos viviendo.
Es una maldita película.

—Todavía no me creo que estemos aquí —dice Marina.

—Ni yo —respondo—. Pero dime, ¿cuánto queda para que nos cambiemos? Quiero conducirlo otra vez.

El coche se detiene. ¿Se ha enfadado?

—Mierda —dice Marina.

—No te pongas así mujer, que solo era un decir. No tenías que parar ya de ya.

—No, no, Isa, tía, el coche se ha parado solo.

—Mierda.

Somos, lo que se dice, amigas de nacimiento. Eso es gracias a nuestros padres, que ya eran amigos antes que nosotras. Mi padre tenía un taller. Odiaba trabajar en él todos los días, pero le encantaba cuando se trataba de restaurar su propio coche, un Volvo 740 Turbo. El padre de Marina regentaba un karting cerca del pueblo. Puedes imaginar la cantidad de horas que pasamos en aquel circuitillo.

De manera que, sí, somos unas enfermas apasionadas de los coches gracias a esos dos viejos. Recuerdo cuando éramos pequeñas y nos llevaron a ver “Cars” en el cine. Desde aquel momento, nuestro sueño ha sido recorrer la Ruta 66.

—Y aquí estamos —dice Marina dando una patada a la rueda—. Con la pasta que nos han cobrado por alquilar el Mustang.

Pruebo a arrancar de nuevo.

—Voy a llamar a la empresa de alquiler, a ver —sigue.

Miro bajo el capó, buscando fusibles.

—No cuentes con dormir en una cama hoy —se aleja enfadada mientras suena la musiquilla de espera en el manos libres de su teléfono.

Aunque tenga algo de conocimientos, no puedo averiguar que le pasa. Solo puedo decir lo típico.

—¿Batería muerta?

Marina pone los ojos en blanco mientras habla por teléfono en un perfecto inglés.

—Lo único que nos ofrecen es que el de la grúa nos lleve a otro sitio donde alquilar un segundo coche y que, de este, ya nos devolverán la pasta cuando lo revisen, por si hemos sido nosotras y bla, bla, bla.

El de la grúa tiene un acento fuerte. El inglés me cuesta más que a Marina. El tipo no calla, solo sé que tenemos que hacer bastantes millas hacia atrás para llegar a una oficina de alquiler en un desvío.

—Al menos podemos ver el puente otra vez.

Nos encantó cuando pasamos y nos hicimos unas fotos con el Mustang. Es un estrecho puente de metal que cuelga entre dos acantilados y que ha salido en algunas pelis.

Llegamos a un pequeño pueblo y decimos adiós al inagotable gruista, que nos ayuda con las maletas. El servicio ha sido sorprendentemente rápido.

—Menos mal que no nos hará falta dormir en el coche.

—¿Tu cuello de princesa no lo soportaría Isa? —pregunta burlona.

La campa donde están los vehículos de alquiler da pena. Solo hay trastos destartalados.

—¡Mira! —señala Marina.

Entre toda esa chatarra, destaca el coche enorme de color negro, con paragolpes cromados y neumáticos blancos.

—Espero que no lo tengan reservado.

La oficina es tan vieja como la señora que nos atiende. Marina se encarga de hablar con ella. El coche que queremos es un Buick Riviera del 73, pero a la mujer no le suena para nada.

Revisa en un ordenador con los plásticos amarillos. El coche aparece. La señora se queja de que no tenía ni idea y que no le cuentan nada en esa empresa. Encima, no le han dejado los papeles en la oficina.

Mientras prepara todo el tema de la documentación, tenemos tiempo de pillar algo de comer en unas máquinas expendedoras que hay fuera.

De camino al coche, Marina se pelea con el sobre que le ha dado la mujer de la oficina.

—¿De verdad tienen que dar las llaves dentro del sobre cerrado?

—Qué torpe eres tía.

Lo logra, echamos las maletas al abismal maletero y, sí, esta vez me toca conducir a mi. Marina dice que lo lleve todo el tiempo que quiera, que no quiere gafar este también.

El motor arranca intimidante y el interior es como un apartamento. La palanca selectora se desliza con suavidad. Estamos en marcha.

Ya llevamos un buen rato en carretera. Es de noche, pero nos gustaría llegar al motel que teníamos planeado. Estoy algo cansada y siento calambres en el cuello. Marina se ha quedado frita.

—Este coche es demasiado cómodo.

El Mustang es el coche de mis sueños, además en esa edición Dark Horse tan bestia. El Riviera es totalmente diferente, se nota pesado y estable, pero responde cuando es necesario.

—Tengo que buscar qué potencia sacaban estos motores cuando lleguemos.

Pensar en esto y lo otro no ayuda con mi cansancio. Como decía Marina, no quiero que mi cuello de princesa duerma en el coche, aunque estos asientos son como dos sofás.

—Voy a poner la radio —susurro.

Marina hace uno de esos sonidos ininteligibles.

LA RADIO SALTA A TODO VOLUMEN.

—¡Ahh!

—¡Perdona tía! —grito mientras giro la ruedecilla.

—Casi me muero del susto.

—Perdona, es que me estaba dando sueño y…

—No te preocupes —me interrumpe—. ¿Quieres que cambiemos?

Una fuerte interferencia entra en la radio, que comienza a chisporrotear. Una voz sale por los altavoces.

—NO.

Apago la radio. Marina me mira extrañada. Piso el freno para echarme a un lado.

—¡Joder!

El coche no frena.

—¡¿Qué pasa?!

—¡El coche no frena!

—NO —vuelve a sonar en la radio—. YA NO PODÉIS PARAR. HARÉIS LO QUE YO DIGA.

—¿Quién coño eres?

—ME CONDUCIRÉIS PARA SIEMPRE.

Piso el freno con todas mis ansias y unas luces aparecen al final de la interminable recta. Las miro mientras el coche acelera solo, pensando en el fin.

—No puedo hacer nada.

Marina salta sobre mí para pisar el freno de estacionamiento. Las ruedas traseras se bloquean un instante, hasta que el pedal supera la fuerza de marina para volver a su sitio.

—HARÉIS LO QUE YO DIGA.

El camión que viene de frente lanza ráfagas y toca la bocina. Cambia de carril para no chocar con nosotras.

—ME CONDUCIRÉIS PARA SIEMPRE.

El volante del Riviera gira solo para encontrarse de nuevo de frente con aquellas luces que nos van a aplastar en cualquier momento.

—¿HARÉIS LO QUE YO DIGA?

El camión se está deteniendo, pero nosotros seguimos cada vez más deprisa.

—¡Sí! —grita Marina.

Comienzo a gritar con ella. Sí, sí y sí. No queremos morir. Hoy no.

—¡Por favor!

El Buick da un volantazo esquivando al camión que ya logró detenerse.

Marina se lanza a la ventanilla del copiloto, la baja y saca la cabeza para vomitar. La carrocería queda impregnada. El cristal sube de golpe, atrapando su cuerpo.

—FALTA DE RESPETO.

Marina grita y patalea.

—¡Lo limpiaremos, lo limpiaremos!

Los movimientos de mi amiga se hacen todavía más nerviosos. Maldita sea, ¿la voy a perder?

—¡Déjanos limpiarte! ¡Por favor!

El coche gira bruscamente saliendo de la carretera para entrar en el desierto. Hace varios trompos para perder velocidad al tiempo que las ventanillas se bajan y las puertas se abren. Marina sale despedida.

—LIMPIAR.

Corro hacia ella. Tiene arañazos y el pelo lleno de vómito pegado por toda la cara.

—LIMPIAR —reitera abriendo el maletero.

—Ya lo hago yo.

Marina está desorientada. Saco un poco de agua y unas camisetas de las maletas. Comienzo a frotar y ella se une a mí cuando se recompone un poco. Pasa la camiseta que le ofrezco por su cara y me hace gesto de salir corriendo. Yo niego con la cabeza.

—MÁS LIMPIAR —amenaza revolucionando el motor.

La carrocería se retuerce.

—¿Qué potencia lleva este demonio?

Una potente luz nos ciega.

—¿Están bien? —pregunta alguien en inglés a través de un megáfono.

En la dirección del potente foco que nos apunta, podemos distinguir el contorno de un coche con luces rojas y azules en su techo.

—¿Qué están haciendo? —insiste.

Marina y yo nos miramos. Ella niega con la cabeza. No quiere jugársela. Vuelvo a mirar al foco de luz y de nuevo a ella. Asiento con la cabeza. Es nuestra única manera de escapar.

—Me he mareado y he vomitado por todo el coche —dice Marina antes de que yo hablase para pedir ayuda.

—Ustedes no son americanas, ¿verdad?

—No, somos de España —respondo.

—¿Qué hacen aquí?

—La Ruta 66 —ríe Marina nerviosa.

No lo entiendo bien, pero el poli nos dice que si nos está pareciendo para tanto y Marina responde que sí. El tipo remarca que tenemos un coche guapo para hacerlo y que espera que aguante todos los kilómetros que queremos recorrer. Dicho eso, se baja del coche alegando que, antes de irse, le gustaría echar un vistazo a nuestros pasaportes, si no nos importa.

Marina los saca de la maleta y me apresuro a quitárselos. Camino hacia el policía con una sonrisa. Sonrisa nerviosa que desaparece cuando estoy a un metro de él.

—¿Señorita?

—Nos han secuestrado —le digo sin miramientos.

Mira por encima de mi hombro y echa la mano sobre la funda de su arma.

—Hágase a un lado.

Conforme me aparto, el Riviera arranca a toda potencia y trompea haciendo ruedas. Todo se llena de polvo en un instante. Marina recibe un golpe en las piernas con el estribo del coche, provocando que caiga en su interior.

Las puertas se cierran solas y el demonio de metal acelera a tope contra la parte trasera del vehículo policial.

—¡Suba al coche!

No puedo.

—¡Suba!

¿Qué acaba de pasar?

—¡Reaccione!

Se la ha llevado por mi culpa.

—¡Vamos!

Me lanza al interior del coche policial. Es uno de esos Ford Crown Victoria con un pedazo de defensa de metal en el morro.

—¡Señorita!

No entiendo todo lo que me dice. ¿He perdido a mi amiga? ¿Quiere que le describa al secuestrador? ¿Cómo le digo que es el coche? ¿Cómo le digo que nadie lo conduce?

El Crown avanza a toda velocidad con las sirenas y las luces. El foco apunta al Riviera. Los estamos alcanzando. El agente pide ayuda por radio y exige al inexistente conductor del Buick que se detenga usando el megáfono.

—¿Cómo puede hacer todo esto a la vez?

El tipo no me entiende. Vuelve a mencionar al conductor.

—¡No hay conductor! —le digo en inglés.

—Maldita sea, están drogadas —balbucea.

Embiste al Riviera por detrás. Trata de hacerle la maniobra que estamos hartos de ver en las pelis. Quiere dejarlo mirando para atrás, pero ese maldito demonio se resiste a todas.

Logra ponerse a su altura y grita por megáfono que otras patrullas están de camino. No tiene dónde escapar. Entonces lo ve.

Ve a Marina en el asiento del copiloto, llorando. Ve que nadie está a los mandos de aquel amasijo de hierros embrujado.

Queda en shock, y se frota los ojos como si estos le estuvieran engañando. En ese despiste, el Riviera nos embiste. El agente retoma el control. Embestida tras embestida, lo contrarresta como puede.

—Necesitaré su ayuda señorita. Su amiga tiene que saltar aquí.

Usa el megáfono para comunicar lo mismo a Marina. Enrollo el cinturón de seguridad a mi brazo y saco medio cuerpo por la ventanilla, tendiendo la mano. Marina llega a la puerta del piloto del Buick cuando el cristal sube de golpe. Nos embiste.

—¡Apártese!

El policía saca su arma y me esfumo de su camino. Marina se tira al asiento trasero. Dispara. Ya no hay cristal.

—¡Venga!

El Riviera se aleja para tomar impulso. Puedo ver aquel puente que tanto nos gustó a lo lejos. Los golpes parecen más pesados que antes. ¿De verdad está vivo?

Nos acercamos al estrecho puente. No necesitamos más dramatismo. Embestida.

Marina se prepara para saltar en la siguiente embestida.

—¡Aquí viene, agárrela!

Marina se agarra a mi mano, pero su impulso y el del golpe de los coches es tan fuerte, que no tengo lugar de hacer esfuerzo. Entra a presión junto a nosotros.

—NO —se escucha en la radio del Riviera.

Nos golpea de nuevo, más fuerte que nunca. Nos empuja fuera de la carretera. Quiere lanzarnos por el desfiladero.

El agente frena en seco. El paragolpes cromado se engancha en la defensa metálica del Crown Victoria policial, haciendo que la propia fuerza que impulsaba el Buick, se vuelva en su contra catapultándolo hacia el barranco.

El motor se ha calado y podemos escuchar perfectamente el ruido del metal siendo trillado por rocas y árboles.

No supimos explicar todo aquello sin parecer unos locos. Han pasado varios días y solo queremos largarnos de aquí. Volver a casa.

El agente nos ha recogido para llevarnos a una oficina de alquiler de coches. Se despide efusivamente de nosotras, que le deseamos lo mejor.

Por si lo estás pensando, no, no queremos alquilar otro coche tras lo sucedido, pero no nos queda otra. No hay trenes ni buses donde estamos y debemos llegar a una ciudad grande para pillar un vuelo de regreso.

—Lo siento señoritas, no nos quedan vehículos disponibles —dice el tipo de la oficina.

—Están todos reservados —me aclara Marina.

En el fondo, respiramos aliviadas. Alquilar otro coche nos genera algo de psicosis. Salimos.

—¡Disculpen! —nos llama el del mostrador otra vez—. Sí que hay uno. Me pone que lo acaban de traer. Enseguida les doy la documentación.

Caminamos dirección a la plaza B73, donde está el coche. Trato de abrir el maldito sobre con los papeles y la llave mientras Marina señala lo enorme que es este aparcamiento.

—Tienen que ganar un pastizal. ¿En serio están todos cogidos?

La retahíla de Marina cesa abruptamente, como su paso. Justo logro abrir el sobre y saco la llave. Me detengo unos metros más adelante y volteo para ver qué le pasa.

Su mirada aterrada está fija en algo detrás de mí.

—Mierda.

Me giro y en la plaza B73 nos está esperando un coche enorme de color negro, con paragolpes cromados y neumáticos blancos.