—Todavía no puedo creer que hayas encontrado un Lambo Diablo en este sitio y que lo tengan abandonado —dice Felipe a los mandos de su grúa.
—Así es como se encuentran las gangas —responde Lucas en el otro asiento—. Pero igualmente, tampoco termino de creerlo.
En una mañana fría de noviembre, los dos amigos avanzan por un camino de tierra lleno de baches y algún que otro socavón, hasta llegar a una enorme cancela de hierro. Está abierta y un tipo vestido con ropa de campo les espera en un quad.
—¿Rafael? —pregunta Lucas al hombre acercándole la mano.
—Sí, muy buenas. ¿Me seguís?
Tras esas escuetas palabras, ambos amigos regresan a la grúa para seguir al quad. Atraviesan un enorme olivar lleno de gente haciendo la recogida y entran en otra zona alambrada donde hay vacas. El quad se detiene junto a una choza hecha polvo.
—¡Ahí está! —ríe Lucas señalando el morro del coche que se puede ver.
—Buah tío, vas a pegar un pelotazo con esta inversión.
—Será la mejor de mi vida —finaliza Lucas bajando de un salto de la grúa.
Rafael no dice nada, solo deja caer su peso sobre el manillar del quad.
—¿Puedo echarle un vistazo primero? —le pregunta Lucas con cautela.
—Claro, claro, pero cuidado con el maldito gato. Salta sobre todo Cristo.
Lucas y Felipe se acercan al coche. Es un Lamborghini Diablo edición 30 aniversario con esa pintura metálica color morado tan característica. No dicen nada por la presencia de Rafael, pero en sus cabezas resuenan preguntas. ¿Cómo ha terminado ahí? ¿Por qué no lo apreciaron? ¿Cuánto ganarán para que les de igual su estado?
Un maullido amenazador interrumpe todas las dudas de sus mentes.
—El gato —dice Felipe.
—No lo veo.
El coche tiene una especie de sábana por encima. Lucas se acerca con cuidado y la retira poco a poco. Debajo de ella hay la misma cantidad de suciedad que en el resto del coche. El sitio apesta a humedad.
—Espero que no tenga mucho óxido.
—Mi bolsillo también lo espera —guiña el ojo Lucas.
Linterna en mano, hinca la rodilla en el suelo. La tierra está tan blanda que se hunde en él, pero le da igual.
El gato vuelve a maullar.
—Esto parece como la peli de Alien —dice Felipe apuntando su luz a las cerchas del techo mientras lo busca.
A Lucas le da igual, solo trata de ver algo, pero es realmente complicado. Las llantas parecen estar en buen estado, pero los neumáticos que lucen podridos. El alerón está partido y el piloto trasero izquierdo destrozado. La pintura se ha saltado en muchos puntos y el paragolpes delantero está descolgado.
Aparta el polvo de la ventanilla para ver el interior.
El gato maúlla.
—¡Está abierto y las llaves dentro! —exclama Rafael.
—Supongo que nadie se lo va a llevar andando, ¿no? —bromea Felipe.
Rafael no perturba su gesto en absoluto. Lucas pone los dedos en la maneta de la puerta cuando algo cae sobre su espalda. Una bola de pelo grita con rabia mientras le clava agujas por todas partes.
—¡Quítamelo, quítamelo!
Lucas sale al exterior, seguido de Felipe, que trata de golpear al animal con la linterna, pero es imposible. Rafael por fin se ríe de algo. El gato baja de la chepa de Lucas cuando este se quita el abrigo y lo tira al suelo.
—¿Tiene la rabia o qué?
—Era el gato de mi viejo —responde Rafael—. No se separaba de él, pero a mí nunca me gustó.
—Bueno, el coche me lo llevo.
—¿Qué hacemos con ese león? —pregunta Felipe.
—En algún momento saldrá para ir a comer o lo que sea.
Pero no, no salió a comer ese día. Los hombres aguardaron hasta la noche.
—¿Y si ha salido sin que lo veamos por un agujero de la choza? —se preguntaban.
Cuando volvían a probar suerte, el gato se lanzaba. Ninguno sabía su nombre. Nadie quiso a ese gato. Nadie, salvo el padre de Rafael. Un señor que tuvo buena suerte con las cosechas y el ganado.
Lamborghini era la mejor marca de tractores para él. Su padre, el abuelo de Rafael, ya los usaba. Llegado cierto momento ya no necesitaba más tractores. Era 1994 y, sin tener muy en cuenta lo especial que era aquel coche que le presentaron, lo compró.
Era un Lamborghini. ¿Qué más da?
Poco tiempo después, regresando a casa un día cualquiera, algo le hizo detener su V12. Estaba tirado en medio del camino hasta la finca. Camino que estaba mejor mantenido que ahora.
Un gato.
Diablo.
Diablo creció y se mantuvo con él todo el tiempo. En el campo, en el comedor, en la ducha y en la cama. No se despegaba del hombre que le dedicó un poco de su tiempo a socorrerlo. Si iba al pueblo o la ciudad, Diablo iba hecho una bola en los pies de donde iría el copiloto.
Diablo en el Diablo.
Pasaron los años y este señor se despidió del mundo, dejando solos a los dos Diablos.
Muchos hijos, muchos asuntos y, en resumen, muchas de esas cosas de la vida que no podemos controlar, llevaron a que el coche terminase en aquella choza donde se guardaban algunos aperos.
El gato, por supuesto, se quedó con él, como si fuese el símbolo de un vínculo tan fuerte como místico.
—Tío, ¿te han puesto la vacuna de la rabia? —pregunta Lucas a Felipe subidos en la grúa.
Una vez más, se dirigen a la finca por ese camino lleno de baches.
—Sí y no sé qué cosas más —responde—. ¿Por aquí metían el Lambo, tío?
Es una gran inversión, Lucas sabe que se juega todo, pero que también puede ganar muchísimo. Podría conseguir una tremenda suma, si el maldito gato les dejara, pero en todas las veces que han venido, la suerte les abandonó.
Tentarlo con comida, traer a una gata en celo en un trasportín, enganchar el coche lo más rápido posible y tirar, trampas, mucho dinero en muchas trampas. Todo ha fallado. Lo único que han conseguido son arañazos en cada ataque.
—¿Cuántos años tendrá ese bicho?
—No lo sé, pero parece un zombi —responde Lucas.
Con cada incursión han podido ver mejor sus bigotes retorcidos, el pelo enmarañado y asqueroso, los ojos sin brillo por las cataratas y, sobre todo, sus zarpas. Sus enormes zarpas. Las de un gato grande, sin duda.
Rafael saluda más enérgico de lo normal cuando llegan a la cancela.
—Lo hemos pillado —dice estrechando la mano a Lucas.
—¿En serio? —preguntan al unísono.
Suben a toda prisa a la grúa y atraviesan la finca volando. Al fin podrán hacerse con el Lambo.
Cuando llegan, ven al gato metido en una de las muchas jaulas trampa.
Bufa, maúlla, se zarandea.
Grita.
Felipe posiciona la grúa y engancha el coche mientras Lucas está con el tema de los papeles junto a Rafael. Cada uno rellena lo que le corresponde mientras, de fondo, el motor de la grúa se revoluciona para alimentar la plataforma basculante que se aproxima al morro del Diablo.
El otro Diablo chilla y se golpea contra la jaula. Tanto ruido perturba a Lucas más y más. Mira la grúa, mira a Felipe, mira a Rafael y mira al pobre animal, que solo desea regresar a su coche.
El coche. Lo mira. Lo observa. Su color, sus líneas, su aura. Es especial.
—¿Firmas? —interrumpe Rafael los pensamientos.
Lucas no dice nada. Firma.
—¿Haces los honores? —le ofrece Felipe el mando para accionar el cable de acero que subirá el coche a la plataforma.
Lucas se ve a sí mismo con el control en la mano, después de tanto tiempo, de sopetón, como si no hubiera sido dueño de sus actos hasta este momento.
—¿Tanto quiero este coche? —piensa.
Pulsa el botón y el Lambo comienza a salir de su escondite. Mira al gato, que se retuerce. Ya no puede oírlo. No oye el camión, ni a Rafa, ni a Felipe, que le hablan.
—¿Tanto quiero este coche?
Suelta el botón.
—¿Qué pasa Lucas?
Pulsa el botón.
—¿Por qué lo bajas?
El morro del coche regresa a su lugar y las ruedas quedan asentadas sobre la misma tierra blanda de la que salieron.
Entrega el mando a Felipe y camina hasta el quad, donde están los papeles que acaban de firmar.
Los rompe.
—¿Qué demonios haces Lucas? —pregunta seriamente su amigo.
—¿Te has vuelto loco o qué? —camina Rafael hacia él.
—En realidad, no me parece tan buena oportunidad. Me acabo de dar cuenta de que es solo una réplica. Te va a salir más barato dejar el coche donde está, que llevarlo a la chatarra.
Los otros dos miran atónitos a Lucas, que se dirige a la jaula del gato. Este le bufa y le lanza un zarpazo cuando trata de aproximar su mano. Vuelve a intentarlo, logrando abrir la jaula. Diablo sale a toda velocidad y se detiene delante del coche de su dueño para mirarlos a todos, antes de subirse encima.
Rafael niega con la cabeza. Felipe retira la grúa.
—¿Estás seguro de esto? Está claro que no es una réplica—pregunta a Lucas cuando sube junto a él.
—Sí —responde mirando al zarrapastroso gato.
Un rayo de sol entra por uno de los agujeros del tejado de la choza. El viejo pelaje de los dos Diablos reluce como el eco de lo que fueron. Algo auténtico y especial. Algo genuino que, como la relación de un gato y su amo, pocos han podido tener.
—Hasta siempre —dice en su pensamiento antes de perder el Lambo y el gato de vista.
Diablo los mira alejarse, sabiendo que nadie volverá a molestarle nunca más.


