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ESPACIOS
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Entrega urgente

Acaba de despertar con un hilo de sangre que le entra por la nariz. La lluvia resuena incesante a su alrededor y el cuerpo le duele demasiado.

—Estoy boca abajo.

Amanda apoya el brazo contra el techo de la Ford Ranger. Sostiene su peso como puede mientras desengancha el cinturón. No importan los 20 años de experiencia, en este tipo de situaciones, ha caído como cualquier otra persona.

—Sin elegancia alguna.

Pero ha evitado romperse el cuello, que es lo primordial en casos así.

El cuerpo le sigue doliendo demasiado. Demasiado poco en comparación con la pierna derecha.

—Está rota.

Y el hueso asoma, pero no importa. Le duele y le duele, pero primero debe asegurarse de que la razón para seguir con todo este asunto, se encuentra en perfecto estado.

Se estira como puede a la parte trasera de la cabina para coger una caja cuadrada y de aspecto acorazado. La abre con cuidado, solo un poco. Una nubecilla blanca sale de ella y la cierra de inmediato. Suspira aliviada, hasta que recuerda cuánto le duele.

—Demasiado.

No hay problema. Está preparada. Su mente ya ha trazado un plan para salir de la pequeña hondonada en la que ha caído desde lo alto del camino. Camino que se encuentra en medio de alguna selva de Sudamérica.

En plena curva, se topó con un lodazal y las ruedas se bloquearon porque no iba precisamente despacio. Lo siguiente que recuerda es destrozar un guardarraíl hecho de palos de madera podrida y, a continuación, despertar con su propia sangre cayéndole desde la pierna a la cara.

La razón por la que iba tan deprisa en esa curva está en la caja. En esa caja y en los que no quieren que la entregue en su destino.

—Me persiguen.

Podría pedir ayuda por radio, pero podrían localizarla. El mero hecho de que vean los restos del accidente y la pillen ahí abajo tan indefensa le aterra.

Lo primero será entablillar esa pierna. Se quita el cinturón del pantalón, coge un listón de madera bajo el asiento, un poco de cuerda y corta la tela del airbag con su cuchillo.

Muerde el listón.
Se aprieta el cinturón el muslo para estrangular el riego.
Mete el hueso para dentro.
Hinca los dientes en la madera.
Las encías sangran.
Pone la madera ensangrentada, la tela y la cuerda sobre la pierna.

—Hecho.

Toma un calmante con un largo trago de agua. No es la primera vez que hace algo así, pero nunca recuerda que duela tanto.

Amanda sale arrastrándose como puede. No hay tiempo que perder con esta entrega. La sensación de que le pisan los talones le da fuerzas para comprobar el estado de la camioneta. Es una Ranger de 2013 preparada como a ella le gusta.

El arco de seguridad que rodea la carrocería por fuera es, en parte, el motivo por el que se ha salvado en la caída. Echa un vistazo a su alrededor mientras el agua le cala hasta los huesos.

O hasta el hueso, en este caso.

Necesita encontrar un punto al que enganchar el cabrestante que lleva en la defensa delantera del todoterreno. Encuentra un árbol que le puede valer. Si lo hace bien, pasando el cable bajo la jaula para jugar con las fuerzas, podría lograr poner el coche de pie con un solo movimiento.

Pero no es así. El barro no ayuda en absoluto y tener que moverse casi arrastras como una alimaña tampoco. No se puede estar preparado para todo, y menos, cuando uno es tan supersticioso como Amanda.

—Tenía que ser de 2013 y con un 13 en la matrícula, el cacharro.

A la segunda va la vencida. ¿He dicho ya cuánto le duele?

—Mierda.

La batería también sufre. Se nota que no le queda mucho más que dar por cómo suena el motorcillo del cable. El techo de la Ranger se desliza por el fango hasta que uno de los hierros, se engancha en una raíz y hace que, por caprichos de la física, las cuatro ruedas vuelvan a tocar el suelo.

La cabina está a mucha más altura que antes. Le cuesta subir. Solo espera que arranque. Gira la llave pisando un poco el acelerador. El motor da vueltas, menos rápido cada vez.

—¡Venga! —golpea el volante.

Como a un adolescente al que le dan una reprimenda, el coche se pone a funcionar. Aguarda hasta que el repique del diésel se vuelve menos rumoroso. Acelera con la izquierda para cargar la batería.

—Ahora toca lo peor.

Vuelve al modo alimaña para arrastrarse con el winch. Primero para recogerlo y después para subir hasta el camino. Lo hace como todo lo que ha estado haciendo hasta este momento.

—Como puedo.

Y creo que ya lo mencioné, pero, ¿te he dicho cuánto le duele?

—Me duele muchísimo.

Vuelta a la cabina, empuja hacia fuera lo que queda del parabrisas para ver mejor. La lluvia empapa todo.

No sabemos cuánto tiempo ha pasado, pero se ha hecho eterno. El anciano sol se pone mientras ve a una mujer en su camioneta con la reductora y los bloqueos activados, girando de un lado a otro para cambiar las inercias, acelerando y gritando.

La Ranger ha quedado empanzada en el cambio de nivel hasta que, de un bote, se reincorpora al camino.

—Ya está.

Toma otro calmante y se termina el agua. No importa, no deja de caer del cielo. Hoy es gratis.

Recoge el cable y echa un vistazo a la camioneta. Solo funciona un faro con luz corta, todo está abollado y el chasis se ha doblado ligeramente. Lo peor es la rueda trasera derecha. El eje o la suspensión han quedado tocados y se suelen necesitar cuatro ruedas para avanzar.

—Suele ser así.

El sol se ha marchado y la fiebre ha venido a acompañarla. No le quedan calmantes, solo el agua y aire fríos que entran por la inexistente luneta delantera.

Le cuesta, pero se esfuerza en concentrarse para ver por dónde va. No conduce tan rápido como antes, pero tampoco despacio teniendo en cuenta su estado, lo abrupto del camino y los rebotes adicionales causados por la rueda trasera derecha.

Solo importa avanzar, y eso es lo que hace. Lo hace porque es la única que puede hacerlo. Por eso le pagan lo que le pagan.

Entregar la caja a toda costa.
Luchar contra el tiempo.
Cumplir.

¿Acaso hay consecuencias en no llegar a tiempo? ¿Tiene ella un motivo más profundo que el dinero? Solo está en su cabeza y es algo sobre lo que debate para mantenerse en el camino, concentrada.

Pero unas luces en el retrovisor la sacan de su ensimismamiento. Un vehículo.

—O varios.

Se acercan rápido. Aprieta los dientes.

—¿Serán ellos?

Las encías con restos de astillas vuelven a sangrar.
Se acercan y se acercan.
Están encima.
Se prepara para reaccionar a cualquier amago contra ella.

Cinco todoterrenos de aspecto militar pasan de largo a toda velocidad. Se alejan y se alejan. Suspira.

Pasados unos kilómetros, Amanda despierta con una fuerte sacudida. Solo había parpadeado una vez. Frena de golpe con la izquierda y casi se come el volante. La Ranger se balancea adelante y atrás. Apaga las luces y se dispone a salir con una linterna.

—No puedo salir.

La pierna está sumamente hinchada y, si antes le dolía demasiado, ya no sé cómo transmitir el grado de tormento que le supone ahora.

—El de no poder salir.

Con lágrimas luchando por emerger, se apoya en la camioneta hasta llegar a la zaga. La rueda trasera derecha ya no está.

Todo está saliendo mal. Quizá por la superstición, o quizá porque es una señal para retirarse de este tipo de vida. Amanda no piensa en ello. Solo hace de tripas corazón, una vez más, para sobrepasar su límite.

Como puede.
Con dolor.
Lo hace y punto.

Un tronco en el suelo le servirá para ir con el coche nivelado. Da marcha atrás hasta él y, jugando con las inercias al acelerar, pone la ballesta de suspensión sobre la madera. A continuación toma una cincha de la parte trasera y la emplea para fusionar todo el conjunto.

Ya frente al volante, su pulso va tan acelerado que parece que el corazón se vaya a salir por el agujero de la pierna.

—Parece que se puede ir con tres ruedas.

Vomita, arranca y sigue su camino.

Los kilómetros se suceden uno tras otro. El trozo de árbol aguanta el nivel de la camioneta sin deshacerse.

—Parece hasta más confortable, no tiene sentido.

Lleva un rato hablando sola para no dormirse. Para olvidar el dolor que tanto hemos mencionado.

Apaga las luces.
Se detiene.

Con unos prismáticos agrietados, mira un punto luminoso en la lejanía. Tres Mercedes ML negro mate de primera generación y varios hombres armados han dispuesto una especie de control en un cruce de caminos.

—Son ellos.

Los que la buscan.

Observa la caja. Sabe que no hay tiempo para dar un rodeo.

Arranca e inicia la marcha. Aunque usar el pie izquierdo para acelerar y pisar el embrague en los cambios de marcha sea todo un desafío, ella lo hace.

—Nadie más podría hacerlo.

Avanza a oscuras, con ese punto luminoso como objetivo. Cada vez más deprisa. Cada vez con más sangre en las encías.

Los tipos alumbran con linternas en su dirección al escuchar el motor, pero ya es tarde. La Ford Ranger pasa entre ellos a toda velocidad con un tronco por rueda.

Persecución.

Amanda hace lo que puede en su estado, impulsada por la adrenalina. Curiosamente, no hay disparos. ¿No han tenido tiempo de coger las armas?

—Raro.

Embestida.

Los otros coches chocan contra la defensa trasera de la camioneta. Una y otra, y otra, y otra vez.

La fusión Ranger-tronco se deshace y este queda emplazado en un hueco del terreno haciendo que, de nuevo, los caprichos de la física actúen catapultando uno de los vehículos perseguidores sobre otro.

Solo queda un coche más y controlar la camioneta no es sencillo.

—No queda mucho.

Unos focos realmente potentes los iluminan desde el frente. El Mercedes negro frena bloqueando las ruedas sobre el barro. Amanda continúa a pesar de haber quedado cegada. La luz se reorienta hacia el todoterreno perseguidor, que ya está haciendo lo posible por dar media vuelta.

Aminora hasta detenerse delante de una gran cancela de metal con guardias. La miran y ella muestra una identificación plastificada al tiempo que golpea la caja, puesta en el asiento del copiloto con el cinturón de seguridad.

—¡Que pase, ya!

La enorme cancela se abre. La Ranger levanta una de las ruedas delanteras al acelerar, raspando el suelo con el eje trasero. Llega hasta un enorme edificio con una cruz roja en la fachada.

Unas personas con batas la esperan en la puerta. Dos se llevan la caja corriendo y, los otros, sacan con cuidado a Amanda, que apenas está consciente.

Han pasado unas semanas y un tipo entra a la habitación de Amanda.

—Buenos días.

Amanda lo mira sin decir nada.

—Él se ha recuperado incluso antes que usted.

Amanda fija la mirada en un maletín sobre una mesita.

—Insistió en visitarla aunque estuviera en estado comatoso.

El médico se desespera ante la mudez de Amanda.

—¿Se encuentra bien? Voy a hacerle un pequeño test cognitivo —dice acercándose a ella.

—No hace falta —habla por fin.

—Ya empezaba a pensar que tenía secuelas graves. Quizá debería dejar de meterse en estos líos. Tiene ya una edad y pensábamos que no lo lograría.

Amanda mira por la ventana. Puede ver el aparcamiento. Al fondo, hay una camioneta destrozada, una Ford Ranger de 2013 con un 13 en la matrícula. Sonríe y contesta.

—Yo siempre lo logro. Eso es lo que hago.