Aquella noche, las calles estaban como siempre.
Vacías.
El toque de queda se impuso hace años. Nadie salvo los servicios del orden, emergencias, y algunas mercancías, podían transitar.
Aquella noche, como siempre, mis dos hijas y yo nos asomábamos al balcón, que daba a una gran avenida. Las polillas revoloteaban alrededor de las farolas mientras un leve murmullo crecía poco a poco. Las familias de todos los edificios se asomaban. ¿Era ilegal hacerlo? ¿Contaba como no cumplir el toque de queda? No había pautas al respecto, pero el miedo a esa incertidumbre era palpable. Si alguien tosía, estornudaba, o hablaba más alto de la cuenta, el resto del murmullo enmudecía.
Entonces, en medio aquella quietud, como todos los días desde hacía una semana, un rugido desgarraba el silencio a lo lejos. Un alarido que tomaba la forma de una moto deportiva de color blanco, a juego con el mono y el casco de su jinete.
Pasaba en un instante y solo podíamos especular de qué modelo se trataba. Un vecino, señor mayor que trabajó casi toda su vida con motos, nos dijo que era una Honda NR750. Decirme que era cualquier otro modelo, habría causado el mismo efecto en mí.
Tampoco lo habría conocido.
Aseguraba que era realmente rara. Realmente especial. Se fabricaron pocas y usaba una tecnología rompedora en la que cuatro cilindros del motor, simulaban ser ocho, gracias a la configuración ovalada de los pistones. Igual que con el modelo, no entendí nada, pero él parecía fascinado al contarlo.
Lo importante, era que aquella mancha que pasaba cada noche por la avenida estaba reviviendo el fuego en nuestros corazones. Alguien no se conforma con esto. ¿Y si solo es un mensajero o algo parecido?
No, definitivamente no.
Las patrullas comenzaron a perseguir aquella moto y no se hablaba de ello en el periódico. Aquella persona estaba desafiando toda la imposición que estábamos recibiendo y no le querían dar voz. Pero en el metro, en el cole, o en la pescadería, siempre había alguien contando algo sobre lo sucedido por la noche con el Jinete Blanco.
Zigzagueaba entre las patrullas, ninguna le igualaba en velocidad e igual que aparecía, desaparecía. Eso es lo que hacía.
El estruendo de las explosiones dentro de aquel extraño motor se acercaba a lo lejos, cuando un vehículo de las fuerzas del orden apareció al fondo de la avenida. Las familias parecían esconderse ante su presencia, pero el Jinete Blanco estaba allí también. Por fin podríamos ver de primera mano lo que escuchábamos todos los días. Podríamos ser nosotros los primeros en contar qué pasó aquella noche. De manera que, con las luces apagadas, cada vecino, incluidas mis hijas y yo, mantuvimos la vista en la calle bajo nuestro balcón.
Apareció otro coche. Dos más. Tres más y, también, un par de camiones. Varias motocicletas negras encendieron las luces tras el Jinete Blanco. No las dejaba atrás y lograron ponerse a su altura. Le desestabilizaron lo suficiente para que se cayera. Mi hija más pequeña apretaba mi mano tanto como congoja sentía en mi pecho.
La moto se arrastró a varios metros del Jinete. Cuando este se incorporó, por fin pudimos ver su figura.
Era una mujer.
Las motos negras ya habían dado la vuelta cuando ella llegó a la Honda blanca. Salió quemando rueda y pasando entre ellos. Miró hacia atrás para saber qué hacían los perseguidores. En ese momento, de la intersección que hacía esquina con nuestro edificio, los dos camiones salieron cortándole el paso.
Escuché la puerta de casa. Dirigí la vista hacia ella y mi otra hija estaba saliendo. Las luces de los demás pisos estaban encendidas. Un fuerte golpe resonó desde la calle.
Tomé a su hermana en brazos y arranqué el abrigo del perchero de la entrada en un acto reflejo. Cuando llegamos al final de las escaleras, mi niña trataba de abrir la pesada puerta del portal. La calle estaba abarrotada de vecinos. Las fuerzas del orden intentaban apartarlos sin éxito y gritaban que volviéramos a nuestras casas, o habría consecuencias.
Entre la multitud, una mujer maltrecha y en ropa interior se acercaba hacia nosotros. Mi hija, en brazos, arrancó el largo abrigo que yo tenía en la otra mano y se lo extendió. Casi sin mirarnos, lo cogió, se enfundó con él y fue absorbida por la masa humana que le permitió escapar.
Todos regresamos a nuestros hogares y las fuerzas del orden sólo hallaron un casco raspado, un mono ensangrentado y una moto blanca destrozada.
No se supo más del Jinete Blanco. Nada se supo de aquella peculiar chica. Solo aprendimos que, teniendo valor, nada es inmutable.
 
  
  
  
  
  
  
  
  
  
 

