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De rascacielos, zeppelines y autopistas. 1930 y la ciudad futurista

Cuando mi abuela Pilar cumplió 18 años, en 1934, el mundo en un pequeño pueblo de Aragón era lento e inmutable. Pero en las grandes capitales del mundo se estaban sentando las bases de la cultura y la sociedad del siglo XX mediante la suma de tecnología, sociedad de consumo, y grandes metrópolis. Pocos años antes, un día de octubre de 1929 la Bolsa de Nueva York se hundía, haciendo volatilizarse miles de millones de dólares y arrastrando a la pobreza a incontables familias en Estados Unidos. Es el inicio de lo que hoy llamamos Gran Depresión, un desastre financiero que golpeó a la economía del nuevo continente y parte de Europa, y no sólo a la economía. Los efectos a nivel social se encadenaron a ambos lados del Atlántico, y si allí causó racionamientos y migraciones desde el medio rural hacia las ciudades en las costas (reflejadas de manera magistral por John Steinbeck en “Las uvas de la ira”), en Europa el “rescate de capitales” estadounidense en Alemania provocó un desmantelamiento de las políticas de ayuda social que se mantenían desde la Primera Guerra Mundial y alimentó el descontento social que llevaría al partido Nazi de Hitler al poder en 1933.


Mientras la Bolsa de la Gran Manzana se hundía, varios cientos de metros por encima se libraba una batalla por darle forma al futuro de las ciudades entre el Chrysler Building de Van Alen (1930) y el Empire Estate Building de William F. Lamb (1931), dos iconos de la excitada fe en el progreso tecnológico de aquella época. Una carrera rematada por la intrépida idea de coronar el Empire Estate con un mástil de 70 metros para atracar los dirigibles de las líneas comerciales transatlánticas. Nunca un dirigible atracó en el Empire (las imágenes de los mismos son en realidad un montaje fotográfico) y el desastre del Hindenburg en mayo de 1937 acabó para siempre con las fantasiosas ideas de futuro en el presente. En 1933 el mástil del Empire Estate ya se había revelado mucho más apropiado para que King Kong derribase biplanos a manotazos…

El mástil del Empire Estate estaba diseñado para atracar dirigibles, pero nunca se llegó a utilizar

La idea de que el futuro era ya el presente había prendido mucho antes, cuando el exaltado movimiento Futurista con su incendiario manifiesto de 1911 que decía “…un automóvil que parece correr sobre metralla es más hermoso que la Victoria de Samotracia” daba soporte intelectual a la adoración del progreso tecnológico. Las ideas fantasiosas del arquitecto Sant’Eliá parecieron hacerse reales en los años 20 cuando Giovanni Agnelli, dueño de Fiat, vió las imponentes fábricas de Albert Kahn para General Motors en Estados Unidos y encargó al arquitecto Giacomo Matte – Trucco una nueva factoría en Turín. El “Lingotto” tendría nada menos que una pista de pruebas en la azotea y desde su finalización en 1930, fue una obra admirada por arquitectos y teóricos, y vista como ejemplo a seguir. Por los mismos años, en 1927, Fritz Lang había dejado una icónica imagen de la ciudad del futuro en su monumental película “Metrópolis”.

Pero la realidad diaria era que las grandes ciudades del mundo, tanto europeas como americanas, eran complejos y desordenados artefactos urbanos con serios problemas en sus servicios más básicos. En las mismas ciudades de los rascacielos impensables, de los modernos edificios de acero y cristal o las grandes estaciones de ferrocarril, se encontraban barrios obreros masificados apenas distinguidos de las zonas industriales, viviendas de ínfima calidad, calles carentes de desagües y saneamientos, y saturadas por la convivencia anárquica de carruajes, caballos, peatones o coches. Los problemas de circulación de las ciudades ya antes del automóvil eran tan patentes que el primer ensayo de un semáforo de tráfico se llevó a cabo en Londres en 1868 inspirado en las señales de los ferrocarriles. Como decía en una ocasión el coleccionista de clásicos Salvador Claret, probablemente fue la llegada del automóvil la que ayudó a ordenar el tráfico en las ciudades.

El primer ensayo de un semáforo de tráfico se llevó a cabo en Londres en 1868 inspirado en las señales de los ferrocarriles

Al menos por un tiempo. La expansión económica del periodo de entreguerras, especialmente con la ebullición de la industria norteamericana, dio alas a la comercialización de coches y en los países desarrollados la tasa de automóviles por habitante se multiplicó varias veces entre 1920 y 1930. En España, donde la proporción era muy baja, se pasó de algo menos de 2 a algo más de 9 coches por cada 1000 habitantes. En Estados Unidos se multiplicó por 3 hasta los 160 coches cada 1000 habitantes o, lo que es lo mismo, 4 de cada 5 familias con un vehículo en propiedad.

Uno de los factores que contribuyó espectacularmente a este auge en el nuevo continente tiene nombre y apellidos: Henry Ford. El Modelo T, del que se produjeron más de 15 millones entre 1908 y 1927, y su revolucionaria cadena de montaje automatizada (1913) tuvo como mérito abaratar los costes hasta hacerlo accesible para los propios trabajadores de Ford. En 1925 un Ford T costaba 299 dólares mientras que un trabajador de la cadena ganaba en torno a 950 al año y para entonces alrededor de la mitad de los coches que había en el mundo eran Model T.

En 1930 4 de cada 5 familias estadounidenses poseían un coche.

Con este rápido aumento de vehículos, enseguida se vio que las viejas ciudades del siglo XIX y los modernos inventos de principios del XX no hacían buena pareja. La regulación del tráfico por semáforos no llegó tímidamente hasta los años ’10 en Estados Unidos y hasta principios de los ’20 en Europa (En España el primer semáforo se instaló en Madrid en 1926). Con este panorama, los arquitectos del Movimiento Moderno comenzaron a idear los cánones de la nueva ciudad ideal: amplias zonas verdes, viviendas de mayor calidad y con servicios mejorados, densificación de la construcción para dejar espacios libres de ocio, zonificación que separase las viviendas de las zonas industriales o construcción de ciudades satélite y vías de comunicación rápidas que no pusieran en aprieto a los avances técnicos en materia de transporte. Tras años de debates, en 1933 se publicaba un documento fundamental, la Carta de Atenas, en el que los arquitectos ponían negro sobre blanco aquel ideario.

El arquitecto que más contribuyó a esta visión de la ciudad moderna y llena de velocidad es Le Corbusier. Gran amante del automóvil, ya antes de 1919 había ensalzado la gran evolución técnica de los coches frente a la inmovilista arquitectura, y había acuñado el concepto de vivienda como “máquina de habitar”. Su proyecto más impactante a nivel urbanístico, el Plan Voisin (1925, en homenaje al fabricante “Avions Voisin”), ejemplifica muy bien sus radicales ideas: derribar gran parte del centro de París, que creía inadecuado e insalubre por sus estrechas callejuelas, y construir grandes torres de viviendas con capacidad para 15000 personas cada una, separadas por amplios espacios abiertos y enormes vías rápidas para los coches.

El arquitecto que más contribuyó a esta visión de la ciudad moderna y llena de velocidad es Le Corbusier

El papel de los fabricantes también fue decisivo en la definición de la movilidad futura. El famoso stand “Futurama” diseñado por Norman Bel Geddes para General Motors en la Feria Mundial de Nueva York de 1939 predecía una ciudad construida casi enteramente para ser vivida en coche y dominada por la tecnología y la velocidad. Y si en las ciudades reales de 1930 había cada vez más coches, las ciudades del futuro estarían surcadas por velocísimos coches del futuro. Proyectos como el coche Dymaxion de Richard Buckminster Fuller en 1933, que pretendía renovar completamente el concepto del automóvil con criterios de eficiencia, convivían con la carrera por el “coche del pueblo”, de la cual surgieron en 1938 (aunque después de años de ensayos) el Citroën 2CV y el VW Typ 1.

Muchos de los presupuestos urbanísticos del Movimiento Moderno se ensayaron total o parcialmente en las ciudades estadounidenses para, unas décadas más tarde, volver a cruzar el Atlántico y retornar a las europeas. Barrios en la periferia, centros de negocios con escaso uso residencial, espacios comerciales desplazados de las zonas residenciales y grandes vías que comunicarían todo eso garantizando el veloz acceso de los ciudadanos en sus coches.

Sin embargo si las ciudades del Movimiento Moderno funcionaban en el plano teórico, su trasposición a la realidad no fue tan limpia como se esperaba. El exponencial crecimiento de población en el mundo fue poco a poco desbordando los principales planteamientos en torno a la movilidad. En 1930 en el mundo había alrededor de 2000 millones de habitantes y la tasa de población urbana global era poco más del 25% (en torno al 40% en España y algo más del 50% en Estados Unidos). Para 1960 la cantidad de coches en Estados Unidos ya se había vuelto a multiplicar por 4, y por 5 en España, y algunos arquitectos y urbanistas comenzaban a plantearse si no se le estaba cediendo demasiado espacio a los coches.

Para 1960 la cantidad de coches en Estados Unidos ya se había vuelto a multiplicar por 4, y por 5 en España

Pero a finales de 1938 había un futuro próximo mucho más real: la inevitable guerra en Europa. A su final, con el viejo continente devastado y Estados Unidos en una posición dominante en la economía mundial las ciudades y su población conocerían un crecimiento que, a menudo, dejó poco espacio para la reflexión. Sin tanta teoría y de manera mucho más material, comenzamos a caminar hacia las ciudades de nuestros padres.

Fuente: Naciones Unidas, INE, Oficina del Censo EEUU, Library of Congress, Fondation Le Corbusier, GM Heritage Center
En Tecmovia: Nostalgia del futuro, las ciudades en 2030

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