Gran Turismo llegó en 1997 a PlayStation y fue todo un puñetazo en la mesa. Hasta entonces, los juegos de coches eran arcade puro y duro, pero este… este era diferente. De repente podías sentir cómo cada coche tenía su propio carácter, cómo las curvas te castigaban si ibas demasiado confiado y cómo las físicas te hacían la vida imposible si te pasabas de espabilado.
Personalmente, me enamoré del Mitsubishi 3000GT de RalliArt. Tenía algo especial porque era bestia, pero no te odiaba. Su diseño agresivo prometía guerra, pero luego te perdonaba los errores de novato (más o menos, porque el turbo entraba a coces). Para muchos de nosotros, este videojuego nos presentó a nuestro primer amor automovilístico virtual, y ahí empezó todo. Gran Turismo no solo vendía coches digitales, vendía sueños a cuatro ruedas.
La cosa es que Polyphony Digital había conseguido algo que parecía imposible: hacer que conducir fuera emocionante y educativo. Por primera vez entendías conceptos como la tracción, el peso del coche o por qué algunos deportivos eran indomables (e incluso te lo explicaba el manual del juego). Pero esa obsesión por el realismo estuvo a punto de matarlos antes de nacer.
El problema del realismo extremo: cuando la dificultad se convierte en un lastre
Kazunori Yamauchi tenía una idea fija: quería crear la simulación más brutal y realista que hubiera existido jamás. Su filosofía era simple pero peligrosa: si quieres conducir un coche de verdad, prepárate para sufrir como si fuera uno de verdad. El tío estaba obsesionado con que cada detalle físico fuera perfecto, aunque eso significara que el juego fuera prácticamente injugable.
Las primeras pruebas fueron un desastre épico. Trajeron a treinta personas para que probaran el juego y el resultado fue demoledor: todos, absolutamente todos, se estrellaron en la primera curva. No era broma ni exageración. Los coches respondían con tanta fidelidad que necesitabas ser prácticamente un piloto profesional para no acabar contra las barreras cada cinco segundos.
En Sony saltaron todas las alarmas. La PlayStation estaba en plena guerra de consolas y necesitaban juegos que engancharan, no que traumatizaran. Ver cómo treinta usuarios consecutivos tiraban el mando con frustración no era exactamente la respuesta que esperaban. El proyecto parecía condenado por ser demasiado realista para ser divertido, y demasiado nicho para ser rentable. Yamauchi se había metido en un callejón sin salida persiguiendo su sueño perfeccionista.
Shuhei Yoshida, el gran salvador que convenció a Yamauchi
Entonces apareció Shuhei Yoshida, que por aquel entonces era uno de los pesos pesados de Sony. El tipo se sentó a jugar el prototipo y en cinco minutos entendió el problema: aquello era más un instrumento de tortura que un videojuego. Pero también vio el potencial brutal que tenía entre las manos.
Yoshida tuvo que ponerse diplomático para convencer a Yamauchi. El creador estaba completamente cerrado en banda, convencido de que rebajar la dificultad significaba traicionar su visión artística. «Si aflojamos esto, perdemos toda la autenticidad», argumentaba. Pero los números no mentían: un juego que nadie puede jugar es un juego que nadie va a comprar.
La conversación debió ser tensa, pero Yoshida logró hacerle ver la realidad. No se trataba de convertir Gran Turismo en un arcade cualquiera, sino de encontrar ese punto dulce donde el realismo no fuera sinónimo de masoquismo. Ajustaron la física para que los coches fueran exigentes pero no suicidas, mantuvieron la esencia pero añadieron perdón.
El resultado fue mágico. Gran Turismo salió al mercado y arrasó, vendiendo más de 85 millones de copias en toda la saga. Se convirtió en el patrón oro de los simuladores de conducción y creó una legión de fans que sigue viva hoy en día. Sin la intervención de Yoshida, probablemente habríamos perdido una de las sagas más importantes de la historia de los videojuegos. A veces, salvar un proyecto requiere tener las agallas de decirle al genio que se está pasando de listo.