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Aquellos hombres que no amaban a sus coches

Hoy en día es difícil pensar en el futuro del automóvil sin mirar atrás y recordar que cualquier tiempo pasado fue mejor. La nostalgia a menudo nos hace idealizar los aspectos más positivos, y olvidarnos de aquellos puntos negativos, como si de un amor platónico se tratase. Es normal que nos acordemos de la durabilidad y la resistencia de los coches de antaño, incluso que recordemos con una sonrisa anécdotas menos agradables, como resolver averías con pocos medios. Pero probablemente no nos acordemos de la gravedad de los accidentes que se producían a finales de los años ochenta, o incluso que falleciera gente por ser relativamente común quedarse sin frenos descendiendo un puerto de montaña. Hoy en día cualquiera que profese pasión, amor y devoción por su coche es poco menos que un bicho raro. Y en ese aspecto, sí que hemos de decir que cualquier tiempo pasado fue mejor.

El título de esta entrada no es más que una licencia de un servidor para expresar un sentimiento acerca de la percepción que cada vez más conductores tienen de su coche, algo que trasciende el género del conductor, o conductora, y sin querer entrar en las razones históricas y socioculturales que hicieron que el fenómeno petrolhead en España estuviera tan conectado al varón, y alejado de las féminas.

Hasta mi generación, la de mediados de los años ochenta, aprobar el examen de conducir y tener un coche en propiedad, normalmente de herencia familiar, era uno de los grandes hitos que marcaba el paso a la vida adulta. El automóvil lo era todo, símbolo e instrumento de libertad personal. Hoy en día cada vez más jóvenes aspiran mucho más a tener el último modelo de teléfono móvil de la manzanita que a aprender a conducir y tener coche propio. En la era de BlaBlaCar, y Car2go, cada vez menos jóvenes sienten la necesidad de tener un coche. Lo cual en absoluto ha de ser una evolución negativa, sino todo lo contrario.

Pero más allá del hecho de que las próximas generaciones muy probablemente no sientan esa necesidad de tener coche que aún conservábamos los de mi generación, me sorprende cómo nuestros coches han acabado convirtiéndose en poco menos que un electrodoméstico. Probablemente por el desarrollo de un parque automovilístico que ya no es aquel de los años de veraneo en Benidorm con toda la familia y su equipaje en un 600, o un SEAT 127. Ya no es tan común ver al vecino orgulloso que habla de lo duro que es ese coche de segunda mano, y más de diez años, que acaba de comprar, dando pataditas a un neumático. Y si es común que ese mismo vecino se queje de lo caro que está el combustible, de la factura de su última visita al taller, o de si tendrá que visitarlo de nuevo, o no, para resolver un problema con las emisiones.

Antaño la edad de un automóvil, y que funcionase perfectamente como el primer día, era una virtud. Hoy en día codiciamos el último modelo de SUV, pantallas en el salpicadero, y un montón de tecnologías que a menudo nos cuesta comprender.

Sabemos cuál era el aspecto de un SEAT 131, un Marbella, o un Renault 21, quince años después de salir del concesionario. Pero sinceramente me pregunto con qué ojos veremos a un coche moderno, a un salpicadero con pantallas táctiles que hoy nos parece el último grito tecnológico, dentro de diez años, o incluso en menos tiempo.

Tal vez sea una mera cuestión de progreso, bonanza económica, y el desarrollo de clases medias que, como promulgaba el American Way of Life en tiempos de la Guerra Fría, nos haya llevado a un nivel de vida en el que es relativamente común que una familia tenga dos o tres coches en el garaje. Tal vez por ello hayamos dejado de amar, como antes amábamos, a nuestros coches. Y tal vez por ello nos sorprendan tanto hoy en día historias como la de aquel taxista marroquí que ha conducido un Mercedes-Benz fabricado hace cuatro décadas durante los últimos 25 años, y aún se estremece cada vez que un cliente golpea con fuerza una puerta, y no trata a su coche con el respeto que merece.

O tal vez suceda que aquellos que vemos a un automóvil con otros ojos, el de un vehículo que como mínimo nos gustaría que nos acompañase toda la vida, nos hayamos quedado anclados en un tiempo que jamás regresará. Un tiempo que tal vez recordemos con nostalgia viendo series como Cuéntame, conociendo historias como las de los taxis de Marruecos, u observando con fascinación a los coches de la Habana, y de nuevo omitiendo las razones negativas que han hecho que ellos sean verdaderamente aquellos hombres que amaban a sus coches, y no nosotros.

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